El sueño del filósofo
Por Agustina Garnica - filósofa / docente
Hace unos días el mundo que conocíamos cambió. Parecía un juego, pero no lo era. Hoy nuestro mundo tiene la forma de una gran paradoja: si damos vuelta la distopía y sacudimos la realidad del revés, encontramos realizado el sueño del filósofo. El ideal de la vida contemplativa se ha extendido y jerarquizado. La reflexión se ha vuelto una práctica cotidiana y la indiferencia frente a lo que (nos) ocurre simplemente no es una opción.
Si la filosofía es una forma de vida, es la vida que hoy llevamos. Si la filosofía es la actividad de deconstruir, la mitad del trabajo ya está hecho: la realidad se ha derrumbado por sí misma sin auxilio de la capacidad de abstracción de quien la piense. Pensamos y caminamos con mucho cuidado por una superficie agrietada por todos lados, aunque hayamos aprendido a lavarnos las manos. Tomamos distancias autoimpuestas, porque hemos aprendido de pronto y a la fuerza que nuestro cuerpo es el cuerpo social.
Gracias a la tradición existencialista, desde hace ya muchos años definimos la filosofía como la actividad de pensar y pensarnos que se origina a partir de tres estímulos: el asombro ante lo que vemos, la duda sobre lo que pensamos y la angustia que nos provoca la contundencia de nuestra finitud. Es decir, aprendimos y enseñamos que nos hacemos preguntas porque sabemos, en el fondo y en la superficie, del poco tiempo que nos queda.
Las preguntas filosóficas tradicionales, aquellas que componen el índice de nuestros manuales, las que parecían haber sido superadas, hoy rebotan contra el espejo cuando despertamos cada mañana: ¿cuánto podemos conocer? ¿Qué debemos hacer? ¿Quiénes somos? ¿Cómo nos organizamos socialmente? ¿Qué podemos esperar?
La paciencia y el silencio, la lectura y el pensamiento forman parte de la agenda política. Y si hay algo que resiste al vendaval, es la conciencia de la importancia de las palabras. En realidad, lo que resiste es el lenguaje, como también nos lo explicaron las filósofas y los filósofos de todos los tiempos.
En una versión superadora de la República de Platón, un docente universitario nos gobierna, a quien los filósofos de oficio -con orgullo, pero en silencio- llaman “colega”. El gobernante hoy no puede no ser el filósofo a quien vemos a través de una pantalla preguntarse cuál es la mejor forma de organización política posible, y repetir una y otra vez ideas sobre la libertad, la igualdad, la responsabilidad social.
Los filósofos y las filósofas de oficio aplauden desde sus balcones -los propios o los que han alquilado para la ocasión- a la realidad, esa realidad material que triste y paradójicamente ha popularizado y jerarquizado su tarea. Aplauden y de lejos se escucha el eco de ideas remotas: las condiciones materiales de existencia limitan nuestra libertad y -quizás- moldean nuestras ideas.
Pero quizás, “cuando todo esto pase” -como decimos ahora-, cuando podamos volver a elegir entre la realización de la utopía filosófica y la anestesia de una realidad pre-distópica, quizás el mismo filósofo prefiera acercarse y abrazar a una otra, a un otro, sin que importen la pureza de sus manos o la profundidad de sus ideas.
Mi monólogo interior
Por Guillermo Montilla Santillán - escritor / dramaturgo
Hay una parte de mí que atiende los tiempos que corren con la mirada del niño: consciente de su singularidad y por tanto en el asombro. Y es que no son muchas las pandemias que han asolado la tierra, ni han sido muy frecuentes. El covid-19, además, llega en los albores de una de las revoluciones más profundas que ha dado la humanidad y con la mujer poniéndole el cuerpo como solo ella sabe hacerlo. No es poco. Hay quienes han muerto habiendo visto menos.
La cuarentena, por otro lado, auspicia el monólogo interior y así, un día nos encontramos a solas con nosotros mismos. A la mayoría de la gente la idea le produce terror. En cuanto a mí, no es cosa que me haya sido rara, ni que por rara no la disfrute. Desde hace un tiempo me llevo bien conmigo mismo y la convivencia es exquisita.
He vuelto a recuperar el hábito de la lectura y visito las páginas de Séneca y de Sapkowski, de Úrsula K. Le Guin y de Joseph Conrad, sin conflicto.
Me alegra la lucidez de un presidente impecable y me he descubierto llorando ante sus palabras con la misma emoción que ante el monólogo de Enrique V. Me divierte pensar que el balcón de mi casa se ha vuelto un balcón peronista.
Me llena de inquietud el comportamiento de una gran mayoría de tucumanos frente a la pandemia. Desde la conducta brutal del legislador Bussi, ejemplo mayúsculo de la canallada, hasta el ciudadano común que sigue ocupando las calles a pie o en auto. Como si nada pasara. Quedate en casa, boludo.
Temo que una impúdica percepción de responsabilidad social de unos pocos ponga en riesgo la salud de muchos. Me entristecen las vergonzantes expresiones de odios de una clase social que encuentra -incluso en la calamidad- un camino para volcar su odio hacia los más pobres.
Llevo tiempo trabajando en un proyecto narrativo. Una trilogía anudada a lo épico donde intento plasmar una historia que empieza a contarse por sí sola. Le dedico en este aislamiento monástico todo el tiempo que puedo tratando de conciliar las ansiedades propias frente a las ofertas editoriales en España, que aguardan por la conclusión de los libros. Llamo a la calma y me digo a menudo: antes bien escrita que bien publicada.
Me he descubierto llevando una bitácora de la cuarentena en Facebook a través de la cual me mantengo en contacto con gente de todo el mundo y expreso mis sentires diarios. Es un gran ejercicio.
Y más que imaginar el futuro pienso mejor en el presente, porque todo lo que se hace hoy tendrá impacto en el mañana. Todo. Y es por eso que se vuelve imperioso tomar conciencia de nuestra responsabilidad como especie, de nuestros actos. De arengar la filosofía de lo colectivo y desalentar los impulsos mezquinos de la individualidad reinante. Hoy es tiempo de asumir nuestro rol en la historia y actuar en consecuencia, y de modo tal, que no haya que bajar la cabeza mañana cuando se nos pregunte: ¿qué hiciste tú durante la pandemia?
Transformar el miedo en herramienta
Por Pedro Ponce Uda - realizador audiovisual / docente
Esta situación nos ha determinado obligadamente al encierro a la mayoría de las peronas. En mi caso, que disfruto fundamentalmente el transito urbano, las personas en comunidad y los ritos colectivos como el cine o el futbol, esta cuarentena me resulta amputatoria. Sin embargo, es desde el distanciamiento que uno puede pensar ciertas prácticas, hábitos y costumbres que a veces se ordenan de forma automática en la cotidianeidad pero que, desde un tercer piso, con rejas blancas en barrio sur, se añoran como un tártago envuelto en nylon debe añorar la luz. ¡Mi reino por una birra en ciudadela!
Extrañar es lo que más se percibe. Se percibe en la búsqueda de un equilibrio diario que se sobreponga a la soledad del cuerpo y la mente. Afán que se tropieza a cada rato con el fantasma de una constante espera ansiosa, de una información que se corre a cada minuto.
Scrolleo en el celular, pongo refresh en las páginas de estadísticas de seguimiento del virus, y en el medio, transversal, un “te extraño”, un “te amo” que busca descoser la distancia. “Casi que siento que si grito me escuchás” pienso mirando al sudoeste. Luego, otra vez celular, diez segundos más, otro scroll en Facebook, un nuevo dato, más información, menos conocimiento.
La cuarentena me encuentra trabajando, ordenando y reelaborando los materiales vinculados a mi tarea docente, pensando y repensando fechas y plazos para posproducciones, rodajes y preproducciones, todo se amontona y se compacta. Leo menos, o menos de lo que querría.
El bálsamo: cientos de colegas han dispuesto liberar sus obras para su visionado gratuito, me estoy poniendo al día con el cine nacional. El amor con que esculpen sus obras me entusiasma. Nuestro cine se hace con mucho esfuerzo, con poco dinero, con muchas ideas. Hoy pienso que el cine es un intento desesperado para trascender la soledad del cuerpo, como dice Lucrecia Martel ¡Qué razón tiene!
Pienso en los annales medievales, en ese mundo una peste determinaba un año, era lo mismo que una guerra o una cosecha. Me siento más cerca que nunca de ese mundo. La modernidad me parece un paréntesis pretencioso. Hoy me ha llegado un audio por Whatsapp, se me ocurrió una nueva idea gracias a lo que escucho, así va a empezar una película. Así sucede cada día, como Annal medieval, un hito único lo determina.
Cuando me levanto salgo al balcón, miro las personas que están afuera y me preocupan. A veces tengo miedo y pienso que lo peor que puede pasarnos es hacer algo incorrecto con el miedo. Porque si el miedo nos gana, exigiremos policías, mano dura, y nos quedaremos satisfechos, obedientes pensando que la medida del aislamiento es buena en si misma, justificando el accionar criminal de la policía ante personas que no cumplen la cuarentena porque no pueden y a quienes en lugar de víveres se les mandan balas. Pero, si negamos el miedo, irreflexivamente, nos transformaremos en unos imbéciles que temerariamente pondrán en riesgo su vida y la de todos. Abrazar el miedo y transformarlo en herramienta, creo que esa sería la tarea.
¿Qué vendrá después? He leído un disparate tras otro, la intelectualidad occidental parece haber caído nuevamente en la tentativa de buscarle explicaciones a todo, someter la realidad a esquemas de sentido que no le son inherentes a los fenómenos, acomodar los acontecimientos para que cierren en ciertos paraguas teóricos. La angustia del “no sé”, de la variable indeterminada les asusta, pero no hay punto de referencia que garantice el sentido. Todo lo solido se desvanece en el aire.
Mas que esas disquisiciones teóricas, me apego a las personas que están preparándose para afrontar lo que viene en función de defender derechos colectivos. Muchas personas escuchan “quédate en tu casa”, de hecho, es un hashtag: #QuedateEnTuCasa. Pero, el concepto de casa ¿qué implica? ¿Todos tienen casa? Creo que es demasiado engreído ponerse en juez. El concepto de casa está social e históricamente construido, como todo (piensa mi frente).
Espero que la próxima etapa implique que las clases medias se bajen un rato del pony (piensa mi vientre).
¿Qué pasará con los trabajadores de la salud, ahora que vimos que depende nuestra vida de ellos? ¿Qué pasará con los docentes, ahora que varios han descubierto lo importante que es su rol, y el tiempo y esfuerzo que implica? Espero que lo que viene, que no sé cuando será y no sé cómo, sea con un mundo más sano y la crisis actual y la próxima, nos encuentre trabajando para construir un nuevo tipo de organización social, menos preocupada en el lucro, mas silenciosa, mas atenta al contexto, menos agresiva con el entorno. El capitalismo ha intensificado la tendencia del ser humano de defenderse del otro y de la naturaleza en la que vive. Como dijo alguna vez Andrei Tarkovsky “lo que llamamos progreso técnico esta al servicio de inventar elementos de confort o armas para defender el poder. Se utilizan microscopios como si fueran garrotes”.
Espero que cuando salgamos a la calle luego de esto, pensemos que el mundo nos ha dado un aviso, necesitamos otra forma de vincularnos entre nosotros y con la tierra y mientras dure, busquemos ejercitar la empatía. Espero que el segundo día luego de la cuarentena, pueda salir a la calle y no deba decir “no hay nada nuevo bajo el sol”.
Somos los otros, nosotros
Por María Stella Taboada - lingüista / docente
Hoy uno podría decir que nuestro lugar en el mundo no es el mismo, que no somos los mismos, que el mundo no es el mismo. Sin embargo, nosotros, nuestro lugar y el mundo cambian permanentemente. Pero cambian progresivamente, en un horizonte de relativas certidumbres, de relativas continuidades que nos permiten seguir reconociéndonos. Y cambian, cambiamos, con los otros al lado, más o menos cerca. Este cambio al que nos enfrentamos es -diría- casi una catástrofe sociotectónica radical. Arrasa con todo, intenta arrasar a todos. Levanta muros en todos lados. Nos deja a la intemperie en el encierro.
Hoy millones en el mundo estamos aislados, menos cerca de los otros para poder seguir teniéndolos cerca. Y no es fácil, para nosotros, homos sapiens sapiens (homos que sabemos que sabemos) porque hemos construido esa capacidad de saber y sabernos colectivamente. Sabemos con otros. Perder las certezas, los horizontes, la seguridad y la contención de los otros nos pone en jaque. Mucho más, perder a nuestros otros en soledad. Va contra la condición misma que sostiene nuestra especie: los vínculos, los conocimientos construidos y compartidos más allá de los límites de la experiencia inmediata a través de esa conquista excepcional y única, hasta ahora en el universo, que es el lenguaje humano.
Un minúsculo ser biológico amenaza hoy a la especie que conquistó el planeta desde hace más de dos millones de años (no quiero dejar vanidosamente afuera a nuestros antepasados homo). La especie que conquistó, literalmente, el mundo y que hoy se ve amenazada, literalmente, en este mundo. Un minúsculo ser biológico debilita y resquebraja hoy estructuras, jerarquías, creencias, y desafía nuestra condición misma de existencia como especie: el vínculo y la cooperación social. Porque sin vínculo y cooperación, el bebé humano no puede sobrevivir. Sin el otro, perece. Sin el aprendizaje en interacción con los mayores, perece. En un mundo donde los poderosos nos han querido imponer el axioma (idea que no necesita demostración) de la eficacia competitiva del joven individualismo, el virus desoculta y demuestra lo contrario. Y nos obliga a sufrir -verdaderamente- en carne, hueso, cerebro, el individualismo cuidadosamente construido y ficcionalizado en el discurso (palabra, voz, imagen o video). Y aprendemos o reaprendemos que nos necesitamos, sin falsos “cuidadosamente”, aquí y ahora. Y que necesitamos imperiosamente de la sabiduría, de las experiencias, de las memorias colectivas de los mayores.
Estamos ante un desafío similar al que desencadenó el largo camino evolutivo hasta nuestra especie. Pero con todas las capacidades y potencialidades que tenemos hoy y que adquirimos y desarrollamos en millones de años y con la cooperación de millones de miembros de nuestra especie. No es poca cosa.
Hace aproximadamente 14 millones de años, un ignoto antepasado primate se enfrentó a un cambio ecológico general en su hábitat del este de África que lo dejó también a la intemperie, desvalido. Las profusas selvas en las que vivía y se alimentaba grupalmente desaparecieron dando lugar a extensas planicies alternadas con pequeños manchones de bosques. Nuestro lejano ancestro no tenía garras ni colmillos, ni un gran tamaño; se desplazaba en sus cuatro miembros semierguido; tenía un grado de manipulación para explorar y acarrear pequeños objetos, una visión tridimensional y vivía en grupos para poder protegerse y proteger la vulnerabilidad de sus crías.
Ante tal magnitud de la mutación de su mundo, no tuvo más que una opción. O se transformaba, acrecentaba sus potencialidades específicas y afianzaba sus lazos colectivos o perecía como especie. Aprendió a pararse y a caminar para poder registrar distancias; liberó sus manos e imaginó y construyó herramientas; definió roles para subsanar sus limitaciones individuales. En ese largo tránsito de haceres con otros, se sustentó en la organización grupal, la cooperación y los vínculos. Y a medida que su vida se complejizaba, logró desplegar desde la interacción comunicativa un lenguaje único que le permitió desprenderse de su circunstancia inmediata, representar el mundo (pasado, presente y futuro), representarse a sí mismo y construir cultura, culturas, su plataforma de supervivencia. A su vez, esa plataforma múltiple le posibilitó -en otros cientos de miles de años- construir escritura, otro medio de representación para superar las limitaciones de tiempo y espacio propias de la oralidad.
Con el texto escrito, intentó trascender todas las distancias, produjo la ciencia necesaria para explicar la complejidad y los fundamentos del universo y de la vida y generó la tecnología para domesticar restricciones y adversidades. En millones de años, y en un recorrido no lineal (hubo varias especies de homo), nuestros antepasados se trasformaron socialmente para trasformar su hábitat colectivo, hacerlo propio y afrontar su siempre cambiante mundo.
Somos como especie por nuestros vínculos; por la cooperación; por el sentir, hacer, pensar, decir, imaginar, colectivos. Tenemos todas las herramientas culturales, científicas y tecnológicas para superar la actual paradoja de ser con los otros, pero estar aislados para poder seguir siendo. Seguimos siendo con los otros, aunque estemos lejos transitoriamente.
Somos los otros, nosotros. Primeras personas plurales del plural diverso e ineludible de nuestra especie. Y son esos plurales diversos, enlazados, los que nos van a permitir enfrentar, repensar, resentir y reimaginar para rehacernos.
Las puertas no están cerradas. Porque adentro estamos nos-otros.